lunes, 13 de enero de 2014

Habitación

La habitación era tan pálida como la situación que nos encontraba. Dos camas siamesas cortadas burdamente, posicionadas en paralelo, casi sin mirarse. Una ventana ubicada a la izquierda de su cama permitía al sol mientras se ahogaba en la noche encandilar el lívido cuarto mientras él contemplaba al techo con mucha entereza. Él parecía no entender, o al menos no concebir semejante espectáculo. A todo esto yo me encontraba sentado en la otra cama, observando fijamente cada uno de sus reposos mientras lo ad-miraba tiernamente, casi con un desdén similar al que produce ver a un perro que espera eternamente al difunto que ya velaron entre sanguchitos y flores viejas. 
La ceremonia comenzaba a dar los primeros pasos hacía lo que algunos hombres modernos llamaron infinito. Contemplar y entender que ese no-fin debía terminarse hacía de la situación algo todavía más tenso. Él no se dignaba a mover un músculo. Tal vez por pereza pero seguro más por egoísmo. El no quería dar el brazo a torcer, ya que yo sabía que en algún momento, por más chiquito y divisible que sea ese momento él se iba a mover, o a caso se iba a negar a tanto crepúsculo dormido. En realidad poco importaba eso, ya que yo contaba con la certeza que se iba a mover. Era totalmente consciente que él se iba a mover, ya que nadie puede vivir sin movimiento y yo iba a estar ahí cuando eso suceda muy a su pesar. 
Sin embargo, la luna y el sol hicieron el amor de mil maneras, desde la más grotesca, hasta tratando de ocultarse con algunas nubes por delante, mientras él seguía ad-mirando el techo húmedo de aquella habitación torcida. Yo fiel a mis convicciones me mantenía atento a cada uno de sus reposos infinitos. Él estaba lleno de vida porque estaba ahí. Yo lo admiraba, lo contemplaba desde los lugares más remotos del pensamiento. Cada cuadrado iba en su rectángulo de la manera más lógica posible. 
Al final, todo se ordeno como en ese silencio que antecede al huracán. Él despertó. Se ubicó enfrente a mi, imitando mi postura, tal vez por admiración, tal vez por miedo. Nos miramos largo rato. Nunca había sentido una mirada tan penetrante. De repente, su mano acarició mi cara, me besó y me dijo hasta nunca dejando para mi la caída del sol.


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